Vigésimo cuarto domingo del Tiempo Ordinario
A veces pensamos que el debate de la fe contra las obras comenzó con la Reforma, pero la segunda lectura muestra que ya se estaba debatiendo en tiempos del Nuevo Testamento. La versión sencilla del debate tiene a los reformadores diciendo que solo necesitamos tener fe para ser salvados, mientras que el lado católico dice que tenemos que obrar bien para ser salvados. En realidad, ambos tienen razón.
La idea de que las obras son necesarias para la salvación probablemente se remonta al énfasis de la Antigua Alianza en la ley y los mandamientos. Los judíos creían que cumplir la ley mostraba su santidad. Evitaban cualquier cosa o persona que fuera impura. Creían que sus prácticas religiosas los diferenciaban de los paganos que los rodeaban.
Luego vino Jesús para mostrar que sólo Dios es Santo. La santidad proviene de amar a Dios y amar a los demás. Debido a que Jesús es el Hijo de Dios, él es la mejor manera de conocer a Dios. Así que creer en Jesús no es sólo creer que existe (como los que creen en Santa Claus o en los ovnis), sino que significa que creemos en el Amor, el amor que Jesús mostró con su vida y su muerte. Creemos en una Persona que nos ama y nos mostró que Dios no es como jefe ni juez, sino es nuestro Padre. Nos da la vida y nos protege, nos apoya y también nos permite aprender de nuestros errores. Luego nos perdona, demostrando que nos ama incluso cuando nos alejamos de él.
Así que, si realmente creemos en Jesús, creemos en lo que dijo e hizo. Seguimos su mandamiento de amor, no porque queramos evitar el mal, sino porque lo amamos tanto que queremos ser como él. Ayudamos a los demás, no para hacernos ver bien, sino para mostrarles lo bueno que es Dios. Así que no se puede creer verdaderamente en Jesús sin querer ayudar a los demás a conocerlo y amarlo también. La manera en que Jesús lo dijo en el evangelio de hoy fue tomar nuestra cruz y seguirlo. Eso es verdaderamente una obra de fe.
Tom Schmidt