Hay una canción navideña que dice de Belén: “Pero en tus calles oscuras brilla la luz eterna”. Belén es un suburbio de Jerusalén. Su principal atracción turística en la época de Jesús era que era el lugar de nacimiento de David. Aunque hoy tiene muchas casas y edificios modernos, todavía se puede ver que es “un pueblo de las montañas de Judea” (Lc 1,39). No está muy lejos de En Kerem, donde nació Juan el Bautista, y aparentemente donde toma lugar el Evangelio de hoy.
Vemos en la lectura del Evangelio de hoy cómo Isabel y su hijo no nacido se regocijaron ante la noticia del nacimiento de Jesús. La historia implica que María fue a ver a Isabel tan pronto como el ángel le habló de Jesús. Tal vez fue más fácil contárselo a su prima, que también estaba embarazada, que a su prometido. Yo creo que hablar de ello hizo que este milagro fuera más real. Sé que hablar de mi fe lo hace más real para mí.
Jesús es la “Luz eterna” mencionada en la canción navideña. Esa luz brilla hoy, no sólo en Belén, sino en todas partes donde sus seguidores la llevan. Cuando consolamos a alguien que está de luto, esa luz brilla. Cuando ofrecemos ayuda a alguien que lo necesita, brilla más. Cuando perdonamos a alguien que nos lastimó, la luz está encendida. Cuando ofrecemos patrocinar a un candidato en el RCIA, la luz crece. Cuando enseñamos a un niño a rezar, brilla aún más.
Nuestras calles oscuras necesitan la Luz eterna hoy tanto como hace 2000 años. Hoy recordamos cómo María e Isabel compartieron su fe en Dios. Lo hicieron tanto como lo hacemos nosotros hoy. María aún no podía ver a su hijo no nacido, pero ayudó a Isabel a creer con sus palabras. Jesús, que parece ser invisible hoy, se ve en la fe compartida de quienes lo traen al mundo con sus palabras y acciones.