Trigésimo Domingo del Tiempo Ordinario
Cuando piensas en Jesús, ¿cuál crees que era su trabajo? ¿Sanador de enfermos, cojos y ciegos, como en el Evangelio de hoy? ¿Predicador? ¿Maestro? ¿Líder de hombres? ¿Mesías? La segunda lectura de Hebreos nos recuerda su deber principal: Sacerdote. Lo llama Sumo Sacerdote, haciendo referencia al sacerdocio judío en el que se elegía a un sacerdote cada año para ofrecer los sacrificios más importantes y así pedirle a Dios el perdón de los pecados del pueblo. Ahora bien, esto puede sonar a religión primitiva, pero en realidad nos permite entender a Jesús aún mejor.
El sumo sacerdote ofrecía sacrificios por sus propios pecados, así como por los del pueblo. Si bien Jesús no pecó, experimentó tentaciones como nosotros y, por lo tanto, puede interceder por nosotros como alguien que sabe lo que es ser tentado. También conoce el sufrimiento, por su pasión y muerte en la cruz. Si alguna vez te preguntas si mereces ser perdonado, recuerda que Jesús murió por todos los pecadores, si lo merecen o no. El Sumo Sacerdote era el que llevaba las oraciones de los israelitas a Dios y las bendiciones de Dios al pueblo. Jesús también lleva nuestras oraciones a su Padre y nos muestra el amor del Padre.
Nuestro bautismo nos da una participación en ese sacerdocio. No tienes que ser ordenado para rezar por tus amigos y familiares. No tienes que ser obispo para llevar el amor de Dios a quienes te rodean. Cuando escuchas a un amigo que está sufriendo o perdonas a alguien que te lastima, lo estás bendiciendo con el amor de Dios. Cuando lo animas a tener fe y confianza en el Señor, lo estás llevando a Dios. Estás participando en el sacerdocio de Cristo.
Tom Schmidt